Nuestro cuerpo
es un contenedor que vamos llenado de ciclos. Etapas que nos han llevado ser la
persona que somos. Por fuera, dicho recipiente acusa las inclemencias de la
edad y la salud. Salud que también debemos cuidar en el interior (hablo a nivel
mental) y dentro del habitáculo del alma tenemos varios archivadores de
momentos que capturamos para amenizar instantes de soledad. Pero cuando hablo
de soledad, he decir que, hay lapsos en los que una persona se puede sentir sola,
aunque esté rodeada de gente, pero son momentos en los que nos gusta rememorar algo
bonito que rescatamos de este viaje, pero, a menudo, se abre el cajón
equivocado y evocamos un dolor del que intentamos aprender para ser más fuertes
y valientes… aunque terminemos siendo el mismo cobarde, intentamos luchar
contra la existencia a base de pura resiliencia. También, ese interior puede
estar lleno de grietas que no se ven por fuera, pero son cicatrices de cada golpe
que nos da el destino.
Al final, he
comprendido que, somos fruto de la consecuencia. Derivamos de una concatenación
decisiones que vamos tomado en ese lento suspirar de tiempo que es la vida y,
por esa razón, nuestro presente es el resultado de nuestro pasado. Somos el envase
de la bondad maliciosa con el que la bendita locura de vivir siembra el mundo
de nuestras acciones para que quien viene tras nosotros recoja esa cosecha,
desastrosa o beneficiosa, el resultado del mundo que queremos dejar a los demás
no es más que una suma de pequeñas acciones que pueden desencadenar ese efecto
mariposa que lo cambie todo.
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