EL CRIMEN DE UN AMIGO
Acabo de
disparar en la cabeza de la cabeza de mi mejor amigo y, todavía, puedo sentir
en mis labios el sabor a oxido que generó de ese florecer rojo que, brotó de su
testa como una flor en una primavera de sangre pintando la pared de muerte con
un color tan vivo, dejando una triste huella de mi crimen sobre el secreto
silencioso que guarda este cuarto como un mudo testigo con ganas de gritar un
culpable.
Admito que, no
lo asesiné por locura. Quizás, nuestra amistad se había ido desgastando con el
tiempo de compartir tanto el uno con el otro. Tal vez, él no necesitaba conocer
tanto de mí ni yo saber tanto de él porque, así, solo conseguí motivos para
dotar de razones que justifiquen la inocencia de mi acto tan culpable… pero más
que su amigo terminé convirtiéndome en su confidente, el ser al que relataba con
minucioso detalle una vida vacía de esperanza y sin fuerzas para luchar. Se
había convertido en una sombra tétrica de aquello que había sido y eso, en el
fondo, confieso que me dolía del mismo modo que su rutinaria soledad porque sé
que, hoy, nadie velará con lágrimas el descanso de su cadáver, nadie extrañará
su presencia y solo yo lo recordaré como como solía ser antes de arrebatárselo todo.
Ahora, lo veo
desde la distancia próxima del humeante cañón de una pistola y la quemadura de pólvora
sobre su sien que provocó mi disparo y un rostro tan inmutable como cuando
vivía.
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